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INTRODUCCIÓN De entrada quiero agradecer a Ademna que me haya invitado a participar en esta Jornada y a la vez felicitar a la organización por la idea de hacerla monográfica en un tema tan importante como es el de la familia, un tema que, posiblemente, merezca que le prestemos un poco más atención de la que le prestamos. Me da la sensación de que, algo, por otra parte, totalmente razonable teniendo en cuenta que la EM es una enfermedad esencialmente neuromotriz, gastamos la mayoría de nuestras energías y atenciones en lo físico y rehabilitador, en la, vamos a llamarla, atención sanitaria y, sin embargo, dedicamos pocas, (o menos de las que deberíamos), a una parte esencial de nuestras vidas, como es la dimensión sociofamiliar; y más, cuando el tema de la convivencia y de la comunicación en el seno familiar, (que es de lo que vamos a hablar hoy), es también muy importante pues tiene mucho que ver con la salud psicológica y la calidad de vida. Y hablando de convivencia, permitidme una reflexión: si la convivencia entre humanos no es precisamente algo fácil, cuánto menos si le añadimos la intrusión en nuestras vidas de una enfermedad crónica y progresiva, agresiva e impredecible. Cuando la EM, lo sabéis tan bien que yo, se instala en el ambiente familiar, éste puede quedar conmocionado y las relaciones familiares alteradas.
Para lo bueno y para lo malo. (De hecho, en el reciente estudio sobre la realidad de la EM en Navarra que ha patrocinado Ademna y en el que muchos de vosotros habréis participado, se constata cómo, a partir de la aparición de la enfermedad, el 23 % de las personas afectadas declaran haber estrechado sus lazos familiares, a nivel general; y a nivel más concreto como es el de la pareja, casi el 20 % dice haberse acercado más a su pareja, aunque otro casi 20 % dice haberse distanciado de la suya). Es evidente, pues, que la presencia de la EM puede afectar, y de hecho lo hace, de un modo importante las relaciones familiares y puede provocar una conmoción, una crisis que, si no la gestionamos bien, nos puede crear mucha infelicidad. O dicho desde la perspectiva positiva, que si, por el contrario, la gestionamos con sentido común y sensatez, los resultados pueden ser bien distintos. Y precisamente la charla de hoy va a tratar de desarrollar este planteamiento. De ahí nuestra hipótesis: que esa buena gestión, que yo llamo “compartir la enfermedad”, presenta su efecto preventivo, en la medida que nos puede evitar muchos conflictos y hacernos la vida un poco más fácil, y en última instancia, un poco más feliz. La exposición va a tener dos partes. De un lado, y con el fin de comprender mejor esta, vamos a llamarla, “crisis convivencial”, repasaremos algunos de los principales procesos psicológicos que intervienen en los dos polos de la dialéctica familiar; y en la segunda parte, sugeriremos alguna estrategia que nos facilite este mejor compartir la enfermedad que seguro que nos va a ayudar a optimizar nuestra convivencia. Y antes de entrar en la conferencia propiamente dicha, me vais a permitir un par o tres consideraciones de carácter metodológico que creo que son muy oportunas para centrar nuestro discurso. En primer lugar, avisar que poco nuevo vamos a decir que no ya hayáis oído un montón de veces. Que, desde luego, no vamos a inventar la pólvora. Que lo que voy a decir, ya lo sabemos. Pero, también estaréis conmigo, que, a veces, más importante que decir algo nuevo (cosa muy difícil, por otra parte), es decir algo “de nuevo”, algo que repita y nos recuerde lo que estaría bien hacer y tantas veces se nos olvida. En segundo lugar, os voy a hablar, lógicamente, en primera persona y por ello, aunque intente ser lo más generalista posible, algo prácticamente imposible dado el infinito abanico de formas y expresiones de la EM, no voy a poder evitar el sesgo de mi particular tipo y actual grado de afectación y que corresponde a la perspectiva de ese 45 % de personas con EM con un nivel de dependencia tal, que necesitamos continuas ayudas, más o menos intensas, en nuestra vida diaria. Y finalmente, recordar que lo que voy a plantear a continuación ni es la panacea ni va a suponer ninguna maravilla que nos arregle la vida. ¡Qué más quisiéramos! (Desgraciadamente no disponemos de fórmulas milagrosas ni para el cuerpo ni para el alma). Sin embargo, presenta su dosis de practicidad, de aplicabilidad a nuestra rutina diaria y, por ello, estoy convencido de que nos puede ayudar, (a mí personalmente me ha ayudado), a mejorar un poco nuestra convivencia y a sonreír un poco más a nuestra familia y a la vida. Que tampoco está nada mal. EL RIESGO DE CRISIS FAMILIAR Decíamos hace un momento que la presencia de una enfermedad crónica y progresiva podía alterar las relaciones en la familia y provocar una auténtica crisis convivencial. Pero, ¿qué entendemos por crisis? ¿Es algo bueno? ¿Es algo malo? De entrada, ni una cosa ni otra. La bondad o maldad de la crisis vendrá dada por cómo la gestionemos. De hecho, la RAE define “crisis” como “una situación dificultosa surgida del cambio brusco de un proceso”. Y en nuestro caso, en la mayoría de las ocasiones, la aparición y desarrollo de la EM va a suponer, desde luego, una situación dificultosa que implica un cambio importante en nuestro proceso de vida. Y de hecho, la instalación de la EM, como ya hemos adelantado, altera (o puede alterar) por un lado a los afectados y, por otro, al resto de la familia en general, y al familiar cuidador en particular. Así, las personas afectadas vamos a tener serias dificultades para afrontar y aceptar la enfermedad y la dependencia que conlleva; y los familiares cercanos corren, a su vez, el riesgo de verse sobrepasados por la nueva responsabilidad y el nuevo rol que, más o menos libremente, les ha tocado asumir. (En esta línea van resultar muy interesantes las reflexiones que en la mesa redonda nos va a presentar Amaia Beloki sobre cómo viven los hijos la EM de sus padres). De ahí que un rápido repaso de algunos de los procesos psicológicos que suelen aparecer en esta nueva situación, nos puede venir de perlas para comprender mejor a los protagonistas, es decir, para comprendernos todos un poco mejor. Pensamos, creo que con buen criterio, que si nos comprendemos más y mejor, nuestra interrelación familiar también será mejor y, desde este punto de partida, también podremos compartir mejor la enfermedad. Vayamos a ello. Frustración, indefensión, baja autoestima y culpabilidad son algunos de los estados emocionales más relevantes que podemos sufrir las personas afectadas y que pueden alterar nuestra convivencia. La EM, nos ha limitado muchas opciones existenciales, nos ha bloqueado multitud de proyectos de nuestras vidas. La frustración está servida, está ahí. Y todos sabemos que a la frustración le sigue la ira, la irritación, la agresividad, el cabreo. Esa rabia más o menos inconsciente, más o menos contenida, por otra parte absolutamente normal, comprensible y legítima, que tantas veces mediatiza nuestras relaciones, las problematiza y dificulta nuestra buena convivencia. Además, también es normal que sintamos, en mayor o menor grado, una descorazonadora impotencia ante la imposibilidad de hacer un montón de cosas y, ya no digamos, ante la imposibilidad de curación. Es, pues, totalmente normal que nos sintamos indefensos ante la inexorabilidad del proceso progresivo o ante la incertidumbre del futuro. Y también todos sabemos que la consecuencia de sentir reiteradamente esa impotencia de cambiar las cosas, nos puede llevar, y éste es el riesgo, a tirar la toalla, a pasar de todo y mandar todo a hacer puñetas: estamos ante esa desmotivación profunda que es la madre de la depresión. ¿Cómo no voy a estar bajo de ánimo si soy un cuerpo cada vez más incapaz y descuadernado? ¿Cómo no voy a tener baja la autoestima si ya empiezo a pensar que no valgo para nada? Y para acabar este breve repaso de nuestras circunstancias psicológicas, permitidme que señale un tema, que no se aborda normalmente y que pienso que surge más frecuentemente de lo que creemos y que, por ello, merece la pena que le dediquemos un minuto. Se trata del tema de la culpabilidad. Del sentimiento de culpabilidad que sigue a la conciencia de la disfunción, al hacernos conscientes del follón familiar que hemos creado con la enfermedad. “Qué faena les estoy haciendo” o “están organizando su vida en función mía” serían frases que representarían esa, vamos a llamarla, conciencia culpable. O del sentimiento de culpabilidad que sigue a esas tan razonables preocupaciones por nuestros hijos, preocupaciones del tipo “¿Cómo van a crecer estos hijos míos sin una madre que les atienda y cuide como dios manda?”. O, incluso, esa culpabilidad que surge (o puede surgir) de la continuada conciencia de lo que yo llamo “deuda acumulada” reflejada en expresiones como “nunca podré pagarles lo que hacen por mí”. En este sentido, encaja perfectamente la anécdota siguiente. En una encuesta informal que realizamos entre personas con EM sobre, ¿“quién preferís que os ayude en tareas de cuidado personal: profesionales o familiares?”, los resultados, fueron un tanto sorprendentes. Casi el 60 % (7 de 12), preferían ser ayudados por familiares (en general o en tareas íntimas) y lo argumentaban en términos de proximidad, pudor y confianza. Hasta ahí como normal. Pero más del 40% (42 % exactamente), sorprendentemente, se inclinaba por ser ayudados por profesionales, y lo argumentaban, a su vez, en términos de deuda. A los profesionales se les retribuye económicamente y ya está saldada la deuda. Al margen de la validez de los datos, la muestra era pequeñita (12 personas), la anécdota nos vale, como mínimo, para hacernos pensar. En cualquier caso, lo que está claro que la culpabilidad está ahí rondándonos y que tenemos que estar prevenidos pues no podemos olvidar que la culpabilidad, junto con el miedo, son, posiblemente, los dos mayores enemigos de la felicidad. En síntesis y volviendo al discurso, estamos ante procesos psicológicos, emociones, sentimientos, todos ellos totalmente razonables, comprensibles y legítimos, pero que nos sitúan a los afectados de EM en el rango de personas con riesgo de stress y depresión, en personas de conductas ambivalentes, y en personas que corremos el riesgo de hacernos cada vez más intransigentes y, por tanto, más difíciles para la convivencia. (Por cierto que son las tres conductas, las tres características más destacadas por los familiares de personas con EM en un estudio realizado en 2008 por un equipo de psicólogos de la Universidad de Salamanca). Resultados que a mí personalmente tampoco me sorprenden demasiado. Creo, y, por supuesto, hablo en primera persona, que, en general, nos hemos hecho más irritables, más cascarrabias, con mayor tendencia a reñir y a quejarnos, e incluso, a pensar excesivamente en nosotros mismos como si fuéramos los únicos que sufrimos. Como también me siento identificado con esa especie de egocentrismo ambivalente que señala el estudio y tan gráficamente manifiesto cuando, por ejemplo, por un lado solicitamos la máxima independencia (“no me dejas hacer nada por mí mismo” “déjame a mí que no estoy tan inútil”), y por otro, casi al mismo tiempo, reclamamos atención absoluta (“resulta que ahora que te necesito, no estás disponible”, “para una vez que te llamo, estás ocupada? ¿Os suena? Posiblemente estemos tan centrados en nosotros mismos que, y esto va a suponer una última característica de nuestra dificultad relacional, corremos el riesgo, (y sigo hablando en primera persona), de no considerar, valorar y agradecer suficientemente lo que la otra parte está haciendo por nosotros. Otro tema fundamental y a tenerlo en cuenta y que lo retomaremos más tarde. Pero no sólo nosotros, las personas afectadas, podemos estar sujetos a procesos psicológicos que pueden resultar conflictivos, sino que, a su vez los familiares cuidadores están expuestos a riesgos parecidos y, por supuesto, también absolutamente legítimos y comprensibles. Veámoslo. De entrada, la frustración del familiar próximo puede presentar un proceso muy similar al de la persona afectada. El familiar que asume el peso del cuidado también siente una continua frustración y una continua indefensión cuando observa que un ser querido tiene un problema que él o ella quisiera aliviar pero no puede. No sólo sufrimos y nos sentimos indefensos los afectados; los familiares próximos, por razones parecidas, también. Si además, añadimos que, en multitud de ocasiones, el nuevo rol que las circunstancias les han obligado a asumir les supera, pues nos podemos encontrar con una nueva situación de estrés e indefensión. (“Es que no sé cómo ayudarle”, “es que ya no sé qué hacer, ni cómo comportarme”, son frases muy recurrentes entre los familiares cuidadores). Estrés e indefensión que, a veces, las personas afectadas, centrados en nuestro drama personal, no somos suficientemente conscientes ni alcanzamos a considerar. Por ello y porque en muchas ocasiones el familiar cuidador recibe muy pocas respuestas de valoración y de agradecimiento, la sensación de incomprensión puede llegar a ser máxima y peligrosa para una buena relación. Y lo que empieza haciéndose por amor, puede acabar haciéndose por obligación. Y una obligación dura y poco recompensada se puede hacer muy cuesta arriba… Así que, a partir de estas consideraciones, tampoco nos va a resultar difícil de comprender la amenaza de soledad que algunos familiares pueden vivir. Soledad que, unida al riesgo de cansancio y agotamiento, les puede llevar a una situación de quemazón y estrés que uno/a puede acabar aborreciendo a la enfermedad, al enfermo y a la vida con los consiguientes sentimientos depresivos y de culpabilidad. Obviamente, con los dos polos de la interacción en riesgo de estrés, la crisis y el sufrimiento parecerían inevitables. Pero, gracias a Dios, la realidad no es tan grave: esto que estamos describiendo no tiene por qué ocurrir, y de hecho, no siempre ocurre (“sólo” el 35 % de los encuestados dicen que la enfermedad les ha generado estrés en sus vidas); pero incluso, en el caso de que ocurriera, somos optimistas ya que tenemos en nuestras manos la posibilidad y las herramientas para poderlo apañar, esto es, suavizar o incluso evitar. Tenemos la fórmula, lo hemos dicho antes y es nuestra hipótesis: que una de las maneras de sanear y optimizar nuestra convivencia familiar y prevenir desajustes más graves consiste en compartir sensatamente la enfermedad en función de una mejor comunicación y de una buena gestión emocional en el seno de la familia, que es precisamente lo que vamos a ver a continuación. APRENDIENDO A COMPARTIR LA ENFERMEDAD Ya tenemos, pues, la herramienta mágica bajo el brazo: compartir la enfermedad. Un planteamiento que, en teoría es sencillo pero que en la práctica no lo es tanto pues supone, o puede suponer, ajustes y cambios en nuestra vida y esto siempre cuesta. Aunque, también es verdad, siempre nos lo podemos trabajar, siempre lo podemos aprender. Pero, ¿qué entendemos por compartir? Una vez más recurrimos a la RAE que nos propone dos conceptos en su definición: participar y repartir. Dos conceptos, compartir como participación y compartir como reparto, que nos vienen como anillo al dedo para estructurar este segundo tema. ¿Participamos y repartimos cabalmente la enfermedad? ¿Qué supone esto de coparticipar en la enfermedad y esto de repartir la enfermedad? De entrada y a nivel general, podríamos decir que, por un lado, coparticipar nos debe llevar a cogestionar la enfermedad, esto es a colaborar conjuntamente en nuestro proceso de convivir con la enfermedad, lo que, en última instancia, nos lleva a reinventarnos un nuevo proyecto de vida común que, lógicamente, asume y tiene totalmente presente a la EM. Y por otro, decimos que repartir la enfermedad nos sugiere repartir las servidumbres, esto es, la carga que la enfermedad comporta. Analicemos estas dos perspectivas. De entrada y a nivel más concreto, ¿qué entendemos por esto de la coparticipación? Compartir como coparticipación En un principio, tenemos que tener en cuenta que, en cualquier tipo de actividad, una participación conjunta coherente es la que persigue una misma meta, un objetivo común que va en la misma dirección y que contempla las necesidades de cada una de las partes. Esto es, la que persigue un objetivo compartido que trata de satisfacer las expectativas de todos. Y para ello es fundamental y básico que conozcamos lo que piensan y esperan, en esta nueva situación, cada uno de los miembros de la familia. Y, en esta perspectiva se instala nuestra primera hipótesis de trabajo. “En la medida que seamos más conscientes, que conozcamos y tengamos más en cuenta lo que piensa, siente y espera la otra parte, nuestra relación y nuestra convivencia, mejorarán”, o dicho de otra manera más poética, “en la medida que seamos capaces de ponernos en la mente y en el corazón del otro, es decir que comprendamos mejor al otro, optimizaremos nuestras relaciones familiares”. Y aunque esto es de cajón, de sentido común, y lo sabemos de sobra, sin embargo, tampoco nos resultará difícil reconocernos en cómo, en muchos momentos de nuestras vidas en general, y en relación concreta con la enfermedad en particular, vamos cada uno a nuestro aire y proseguimos nuestros caminos como si no nos conociéramos ni tuviéramos nada en común. Está claro que en estos momentos poco o nada compartimos la enfermedad, lo que no es precisamente lo más indicado para la buena convivencia. ¿Podríamos hacer algo para mejorar esta coparticipación? Yo creo que sí. De entrada, algo que ya hemos dicho: ponernos en la piel del otro, en su mente, en su corazón. Saber qué piensa y qué siente. Comprenderle. No siempre sabemos, (y en consecuencia no compartimos), ni los pensamientos ni los sentimientos ni las expectativas de la otra parte. Ideas, emociones e ilusiones que, en multitud de ocasiones, guardamos celosamente: para no herir, para no molestar o simplemente porque no nos apetece comunicar en una especie de mutismo semidepresivo (es decir, porque estamos jodidos y cabreados con el mundo). (¡Qué poco hablo de mis frustraciones y mis miedos! ¿Por qué me los guardo para mí? ¿Es que los otros no me van a entender o me van a desmerecer por manifestarme tan frágil y tan pobrecico?) Ideas y sentimientos que callamos (por ambas partes), pero que están ahí y que tantas veces los expresamos a destiempo y con agresividad y que, precisamente por ello, son manifestaciones injustas y, además, deterioran la convivencia. De ahí que sugiramos algo tan archirecomendado como mejorar la comunicación, hablar más, a calzón quitado, en lo que yo llamo “streaptease” del alma. Y posiblemente, sólo desde aquí, desde esta desnudez emocional, podremos compartir de verdad nuestras frustraciones, desilusiones, expectativas, ilusiones, deseos, temores y preocupaciones. Y, posiblemente, sólo desde aquí, es desde donde podremos reinventar un nuevo proyecto de vida en común, poniéndonos a la altura del corazón del otro y remando en la misma dirección y en el mismo sentido. Desde luego, una buena manera de compartir la enfermedad. Así pues, quizás éste sea el momento de revisar y ajustar nuestro proyecto de vida, quizás éste sea el momento de replantearnos el nuevo proyecto existencial, incorporando al mismo la realidad de la enfermedad y todo lo que ésta conlleva. Pero debería tratarse de un nuevo proyecto de vida que sí, que tiene en cuenta y asume la enfermedad y sus servidumbres, pero que va más allá, que la trasciende. En este sentido, un proyecto de vida que no puede olvidar que la enfermedad ni tiene por qué, ni debe ni puede robarnos la identidad ni la felicidad; un proyecto de vida, que además, nos recuerda que son muchas las cosas que todavía podemos compartir con la familia y que tampoco olvida lo que nos acaba de revelar la investigación antes referida: que si la enfermedad a veces nos vuelve más distantes y extraños, también nos puede hacer sentirnos más próximos y cercanos. En definitiva, un proyecto de vida que, respetando la libertad del otro, nos permita compartir el día a día y soñar juntos. Concretando, me estoy refiriendo pues, por un lado, a tener en cuenta y respetar las expectativas, el tiempo, el descanso y, en definitiva, la libertad de los otros miembros de la familia que comparten nuestra vida; y por otro, (hemos hablado de soñar juntos), a esa deseable complicidad emocional que nos llevaría a compartir el día a día, las pequeñas cosas de la cotidianidad, a disfrutar el presente y a contemplar juntos expectativas y proyectos de futuro. También otra excelente manera de compartir la enfermedad. Compartir como reparto de la carga que la EM conlleva Pero compartir la enfermedad nos lleva, sobre todo, a repartir la carga que comporta y, en este sentido, a reflexionar sobre el interesante tema de las ayudas. De entrada y como idea previa, tenemos que decir algo que también es de sentido común: que el reparto debería ser equilibrado para toda la red familiar. En el trabajo experimental del equipo de la Universidad de Salamanca antes citado, se observó cómo una de las “quejas” más generalizadas por parte del familiar cuidador era el sentimiento de soledad a la hora de soportar el peso de la familia. Es bastante habitual que una sola persona asuma toda la responsabilidad y el resto de la red familiar se “desentienda”. Y esto ni es bueno (los efectos negativos ya los hemos visto), ni, por supuesto, justo. Sería ideal, por tanto, si pudiéramos repartir más razonablemente la atención a las necesidades que entraña la enfermedad. No nos debe extrañar, pues, que, de principio, hagamos una llamada a un más justo reparto de la carga entre todos los elementos que conforman la red familiar de apoyo como primer modo de compartir la enfermedad racionalizando el cuidado. Dicho esto como marco general, yo me voy a centrar más específicamente en el interesante proceso de ayudar y ser ayudado. Fundamental para muchos de nosotros que buena parte de nuestra vida se desarrolla en el ámbito de las ayudas. Nuestra hipótesis en este sentido es que “posiblemente la mejor manera de repartir la carga es humanizar las ayudas”. Idea que puede parecer como muy filosófica y rimbombante, como muy teórica, pero que encierra importantes consideraciones prácticas de gran aplicabilidad en nuestra relación familiar. Para nosotros, humanizar la ayuda supone significarla, darle sentido, el sentido más humano tanto a la hora de prestarla, dignificándola; como a la hora de recibirla, colaborando y haciéndola más fácil. Veámoslo. De entrada tendremos que reconocer que, en ocasiones, cuando prestamos la ayuda y a pesar de toda nuestra buena intención y llevados por las prisas o la inercia, solemos olvidar algo tan esencial como es pensar en el otro, ponernos en la piel del otro. Y en este sentido, dar la ayuda con sensatez es darla teniendo en cuenta que los otros, los afectados, somos personas adultas a los que la enfermedad nos ha robado parte de nuestra libertad y que cada situación de dependencia nos lo recuerda y cuestiona nuestra dignidad y autoestima. Dignificar la ayuda, pues, implicaría no olvidar estas circunstancias, tener presente estas consideraciones y evitar cualquier atisbo de infantilización y/o sobreprotección inutilizadoras. Recordando que la ayuda no se da de arriba a abajo, sino en una relación horizontal, de igual a igual, situándonos, como decíamos antes, a la misma altura, que es la altura del corazón. Contemplando, en definitiva, la dignidad de esa persona. Dignificar la ayuda consistiría, pues, en última instancia, en respetar su dignidad, lo que no es algo abstracto, que es algo más que una frase hecha ya que respetar la dignidad del otro es algo tan concreto como tener en cuenta sus derechos. Pero de la misma manera que, a la hora de recibir la ayuda, tenemos derecho a que se nos trate con dignidad, también nosotros, los receptores, tenemos, recíprocamente, la obligación, el deber de respetar la dignidad de la otra parte. Y la mejor manera de hacerlo es colaborando en ese continuo proceso de ayuda en que se ha convertido la enfermedad para muchos de nosotros. Y sobre esa colaboración que insinúo y me la exijo a mí mismo y que, sin duda, va a ayudar a repartir la carga, va a tratar la última parte de la charla. Lo vamos a tratar brevemente a dos niveles: el físico y el psicológico. A nivel físico, ciertamente, la posibilidad de colaboración es muy pequeña para muchos de nosotros; sin embargo, también es cierto que algo siempre podemos ayudar a pesar de nuestras limitaciones motrices. Permitidme una sugerencia: pienso que deberíamos agotar todas nuestras posibilidades físicas por pequeñas que sean y realizar todas las tareas que podamos, aunque sean mínimas y nos cueste tiempo y esfuerzo, evitando así ayudas innecesarias y trabajándonos para no caer en una rutina cómoda y perezosa, a la vez que peligrosa. El efecto será doblemente positivo: por un lado, suavizaremos la carga (la otra parte no se sentirá sola en la ayuda, se sentirá comprendida y acompañada) y, nosotros nos sentiremos útiles y por tanto vivos. Sin embargo, es a nivel psicológico donde las opciones de colaboración y de repartir la carga son inmensamente mayores, al margen de nuestro grado de dependencia. Son colaboraciones que no dependen del cuerpo sino de la mente y del corazón. Pero, ¿cómo lo podemos hacer? Os sugiero tres o cuatro de las mil estrategias posibles. En primer lugar y a nivel general, no inhibiéndonos de asumir las responsabilidades familiares que al margen de nuestro deterioro físico podemos y debemos asumir. (Por ejemplo, yo estoy bastante afectado pero no tengo por qué eludir mis responsabilidades como padre o como abuelo. Tengo 6 nietos entre 6 y medio año, y aunque desgraciadamente no puedo jugar físicamente por el suelo con ellos que es lo que más me gustaría, sin embargo puedo pintar, contar cuentos y bastantes cosas más de las que, con frecuencia y por pura comodidad, me escaqueo). En segunda instancia, ajustando nuestro nivel de exigencias reduciendo nuestros objetivos adaptando las metas a nuestras posibilidades funcionales en un proceso de conformismo inteligente, activo y colaborador (en definitiva, no agobiando con excesivas ni desproporcionadas demandas). En tercer lugar valorando la ayuda, (valorando la ayuda valoramos a la persona que la presta). Y posiblemente la mejor manera de hacerlo es agradeciendo la ayuda recibida. Y me da que, en general, al menos en mi caso, agradecemos menos de lo que deberíamos. A veces lo justificamos diciendo (y no nos falta parte de razón) que lo importante es sentir ese agradecimiento por dentro, en el corazón y que expresarlo públicamente es secundario. Sí y no. Quizás para nosotros hasta podría valer el argumento, pero es más que probable que para la otra parte, no tanto. Es más que probable que la otra parte, mi familiar cuidador, necesite oírlo más veces para sentirse valorado, para sentir que su entrega ha tenido y sigue teniendo sentido y merece la pena. Agradezcamos, pues, más la ayuda de nuestros familiares. Y como acabamos de decir, agradezcamos en su doble versión de dar las gracias y sentirse agradecido. Y con cariño. (¿Se hundiría el mundo si dijéramos más veces, expresiones como “Gracias, te quiero”?). Y finalmente manteniendo una actitud positiva e inteligente y que también está en nuestras manos: una actitud alegre y cariñosa. ¿Os habéis parado a pensar que si la familia nos ve tristes y cabreados (también lo podríamos aplicar al familiar cuidador) estamos generando tristeza, ira y posiblemente culpabilidad en la otra parte? ¿Os habéis parado a pensar, por el contrario, que si el entorno familiar nos ve alegres (hablo también en las dos direcciones), estamos ayudando a soportar la, a veces, pesada servidumbre y, si me apuráis, el drama de la enfermedad? Una actitud alegre y cariñosa que nos tiene que llevar a sonreír más. Y es que esto de sonreír tampoco es ninguna tontería. Partiendo de aquello que decía el filósofo que la sonrisa es la distancia más corta entre dos personas, tampoco podemos olvidar que con la sonrisa creamos vida. Porque la sonrisa es creativa porque es una manifestación de consideración, de respeto y en última instancia de amor. Y el amor es creativo, tanto, que me puede inyectar ganas de vivir. Como dice el poema: Siento cuando me sonríes que soy algo para ti y que entre tú y yo no hay distancia Y me da por pensar que hasta pueda merecer la pena vivir Y también me da por pensar que esto de agradecer con una sonrisa es algo más que pura poesía y que puede ser una sencilla, pero, a la vez, extraordinaria manera de ayudar a compartir la carga y, en última instancia, de compartir la enfermedad. REFLEXIONES FINALES Bueno, ya va siendo hora de acabar. Rebobinemos y repasemos las ideas principales. Nuestro punto de partida era la necesidad de prestar más atención al espíritu, a veces olvidado por nuestra lógica preocupación de curar o aliviar nuestra sintomatología física. Pero, todos lo sabemos, somos algo más que cuerpo. Y ante el riesgo de que una atención excesiva en lo sintomático se nos apodere y la enfermedad nos robe la identidad, sugeríamos, mientras llega el milagro farmacológico o el de las “células madre”, trabajar aspectos de nuestra mente y de nuestro corazón, porque, como veremos a continuación, merece la pena. En este sentido, insistíamos en la especial importancia de prestar más cuidado y atención a nuestras relaciones familiares y, más concretamente, en compartir más la enfermedad que ha sido el eje central de nuestra charla. Pero, ¿en qué consistía, qué implicaba esto de compartir la enfermedad? Recordemos. A nivel general, hablábamos de una actitud de comprensión y colaboración, que nos llevaba a pensar un poco menos en nosotros y un poco más en los otros, como si nuestra misión en la vida, fijaros qué utópico pero qué bonito, fuera buscar la felicidad de los demás. Actitud que, a nivel práctico, la concretábamos en dos dimensiones generales: coparticipar y repartir cabalmente la carga. Un cogestionar la enfermedad que implicaba una mayor comunicación (un saber qué piensa, qué siente y qué espera la otra parte) y un replanteamiento de nuestro proyecto de vida común fundamentado en una mayor complicidad emocional. Y además, un repartir sensato y equilibrado de la carga, no en términos cuantitativos ni de tantos por cientos, sino en la línea de crear un espacio continuo de colaboración que nos llevaba, como mínimo, a ajustar la exigencia y a valorar al familiar cuidador desarrollando el agradecimiento y la sonrisa. Finalmente, también recordar que esta maravillosa medicina de compartir más y mejor la enfermedad, a pesar de que no va a hacer milagros (de la noche a la mañana nuestras relaciones familiares no van a dejar de tener tensiones, incomunicaciones, enfrentamientos o conflictos), sin embargo, nos puede servir de gran utilidad en la mejora de nuestra convivencia. Y es que, además de su efecto preventivo que ya sugeríamos en la introducción, se trata de una fórmula que nos puede resultar extraordinariamente rentable tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo. Cuantitativamente, porque, en primera instancia, es barata: el tratamiento está en nuestras manos y no en prestigiosos médicos de Houston, ni en progresistas Presupuestos Generales del Estado; y, además, porque, en segunda instancia, este planteamiento de darse un poco más a los demás (al otro) nos puede hacer ricos, (esto sí que sería un milagro en estos momentos de depresión económica), pues como decía el escritor Dominique Lapierre: “no tenemos más que lo que hemos dado” que es como la expresión laica de aquello que en mi infancia, y que posiblemente también os suene a algunos de vosotros, se decía de las matemáticas de Dios de “quien más da, más tiene”. Pero sobre todo, la rentabilidad es cualitativa porque este compartir la enfermedad, ese pensar más en el otro, este incorporar esta actitud de comprensión y colaboración, humaniza nuestra relaciones, esto es, nos hace más justos, más humanos y mejores personas y, como hemos visto hace un momento, si, además, lo hacemos con una sonrisa, pues es la bomba, porque generamos vida en las personas que amamos, lo que, dicho sea de paso, no es ninguna tontería. Gracias. Luis Arbea Aranguren Tudela y Pamplona, 31 de Junio y 1 de Junio de 2012