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Humanizando la relación de ayuda

Luis Arbea Aranguren
31 mayo 2017

En el anterior artículo del 3 de Marzo, hablando de la grave dependencia, apuntábamos la gran importancia de la buena gestión de la ayuda para sobrellevar con la mayor dignidad posible nuestra indeseada disfuncionalidad doméstica. Hoy vamos a reflexionar sobre ello y plantearnos cómo optimizar esa permanente ayuda física que necesitamos. Una ayuda que, por otra parte, en la mayoría de los casos, nos es dispensada por algún miembro de nuestra propia familia. Una ayuda continua que va a implicar una relación de dependencia, muy particular y especial, no siempre fácil, con nuestros cuidadores familiares pero que, dada su importancia, es preciso cuidarla, y mimarla. Merece la pena. Una relación, que, como apuntábamos, no siempre es la más más adecuada pues, en más ocasiones de las que quisiéramos, puede estar salpicada de un montón de gestos y actitudes que no ayudan ni facilitan las cosas. Algo, por otra parte, perfectamente comprensible si tenemos en cuenta que los dos polos de esta relación, en muchos momentos, pueden encontrarse especialmente vulnerables.

Efectivamente, por un lado, tenemos que reconocer que, en muchos momentos los afectados estamos con la sensibilidad a flor de piel, en un tris de la inestabilidad emocional debido, obviamente, a la continuada, penosa, y a veces dramática, percepción de nuestras limitaciones. Hablando en plata, que estamos en inmejorables condiciones para estar irritables y agresivos, cuando no con la moral por los suelos y el ánimo bajo y depresivo. Y, precisamente por ello, en tantas ocasiones nos comportamos excesivamente individualistas (quizás por un mecanismo de inconformismo y defensa de nuestra autoestima), a la vez que un pelín tiranos y contradictorios en un proceso psicológico que yo suelo llamar “egocentrismo ambivalente”. Y así, y por poner un ejemplo, y hablo de mí mismo, por un lado, exigimos la máxima independencia: “no me ayudes que no soy un inútil” y a la vez, reclamamos la máxima atención: “para una vez que te necesito, estás ocupada”. ¿Verdad que os suena muy cerca y algunos hasta se podrían ver retratados? Actuaciones, bastante comprensibles, pero que, desde luego, poco favorecen, cuando no deterioran, una relajada relación y una saludable convivencia.

Pero la otra parte tampoco está libre de riesgo. Son numerosas las investigaciones que han señalado los diversos peligros que amenazan el equilibrio emocional de los cuidadores familiares, siendo el estrés, el agotamiento y la soledad los más generalizados, como consecuencia de un sin fin de sentimientos de incomprensión, indefensión y baja autoestima sin resolver. Y ello parece deberse, fundamentalmente y en muchas ocasiones, a la escasez de respuestas de consideración, valoración y agradecimiento que reciben por parte de las personas cuidadas. Por la lamentable ausencia de un feedback positivo. O, dicho de otra manera, por falta de esa complicidad emocional que creemos fundamental para compartir realmente la enfermedad y humanizar la ayuda. Pero, ¿podemos mejorar e, incluso, optimizar esa relación de ayuda? Por supuesto que sí, y de mil maneras posibles. Yo, por mi parte, destaco hoy dos que considero especialmente importantes: dignificando y humanizando la recepción, por un lado, y la prestación de esa ayuda, por otro.

Veámoslo. De entrada, las personas que necesitamos permanentemente esa atención podemos ennoblecer la carga que implica esa constante y laboriosa dedicación, colaborando psicológicamente si no podemos hacerlo de un modo físico y material debido a nuestras limitaciones motrices. Y si esto es así, ¿cómo podría ser nuestra colaboración? Pues, por ejemplo y en primer lugar, asumiendo una comprensiva actitud de espera y ajustando nuestro nivel de exigencias a nuestra realidad funcional, o dicho de otra manera, echándole más paciencia a la vida que no deja de ser un ejercicio de aceptación y humildad. Saber esperar generosamente también es saber vivir. Además, y esto me parece especialmente importante, podríamos y deberíamos valorar y agradecer más la ayuda que recibimos. Un sencillo y sincero agradecimiento, que, a veces, quizás sea la única, siempre maravillosa, manera de colaborar, de compartir la carga de nuestra dependencia. Eso sí, con una sonrisa. Esa sonrisa que dice gracias y crea vida porque, como decía el poeta, “posiblemente, gracias no sea otra cosa que un modo tímido de decir te quiero”. ¿Se hundiría el mundo si nos dijéramos más veces “gracias, te quiero”?

Y la otra manera que se me ocurre para optimizar esa relación de ayuda es dignificar su prestación, su manera de darla y facilitarla, haciéndola plenamente libre y altruista. Algo así como, “yo no te ayudo por obligación, sino porque me da la gana, porque libremente, así lo quiero. Porque tú, si estuvieras en mi lugar, harías lo mismo y porque me lo pones muy fácil y me siento plenamente considerada, valorada y querida cuando me lo agradeces de corazón”. En definitiva, porque estamos en el mismo barco, porque tenemos esa complicidad emocional y queremos compartir incondicionalmente tu enfermedad.

¿Utópico? ¿Demasiado ideal? ¿Demasiado bonito para ser realidad? Posiblemente, pero no por ello menos necesario y, por supuesto, de ninguna manera imposible. Perfectamente factible desde esa empatía que nos hace situarnos a la altura del corazón de los demás y que hace posible contemplar a la persona con esclerosis múltiple no como una pesada carga, sino como una opción de amor. Y es que, probablemente, solo desde el amor se puede humanizar la relación de ayuda.

 

luis-cv Luis Arbea, filósofo y poeta.

 


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